Hace mucho tiempo, en los días en que las montañas de Mendoza eran aún un misterio para muchos, vivía un gaucho llamado Juancho el de la Pampa. Su alma se alimentaba del viento de los Andes y su corazón latía al ritmo de los caballos y las estrellas.
Juancho vivía en una pequeña estancia en los valles altos, donde el sol se oculta detrás de las cumbres nevadas y el aire es tan puro que hasta el alma se siente más ligera. Un día, tras un invierno especialmente crudo, Juancho escuchó un rumor en el viento. No era como los otros susurros, este tenía algo de extraño, algo que lo llamó por su nombre.
Cruzó el arroyo y subió por un sendero estrecho, donde las piedras parecían hablarle en el idioma antiguo de los pueblos originarios. Fue en la cima, donde las montañas se encuentran con el cielo, que encontró lo que el viento le había prometido: un cóndor herido.
El ave majestuosa, de alas grandes como las montañas, estaba tendida entre las rocas, incapaz de volar. Juancho, con su mirada tranquila, se acercó con cautela y cuidó de él hasta que el cóndor pudo alzar el vuelo nuevamente. Antes de irse, el cóndor se giró hacia el gaucho y, con un fuerte batir de alas, le dejó un mensaje: "El viento de los Andes te protegerá mientras sigas siendo fiel a la tierra".
Desde ese día, Juancho el de la Pampa fue conocido como el amigo del viento. Y siempre, cuando alguien se perdía en las montañas, se decía que el viento lo guiaba de regreso, tal como el cóndor había guiado al gaucho.